Terminé de ver King of California y mis pasos me volcaron
hacia las calles del viejo Miraflores. El tibio frío, aunque tardío para
Lima en esta época del año, me significó una buena compañía para la noche. Cogí
una capucha y alisté mis audífonos. Salí con la mente en blanco. Las calles a
medio oscurecer suelen tener una magia, un halo distinto, sobre todo cuando Coltrane suena
en tus oídos.
Caminé por Gálvez y las calles que la cortan. En una esquina
me detuvo una visión del pasado, la de mi hija, pequeña, con su mirada de
ilusión y una cometa en la mano. Me estremecí. No recuerdo haber tenido este
tipo de sensaciones antes. Fue tierno y
nostálgico verla en la vereda, riéndose, corriendo. Y yo feliz de estar a su
lado, de correr con ella para que la cometa alce vuelo y cumpla su objetivo.
Una línea en el personaje de Michael Douglas al final de la
película me movió las entrañas, se pegó en mis sienes. Hay que saber cuándo darse por vencido. La historia demuestra, con
excelentes recursos artísticos algo tan cotidiano como la irresponsabilidad e
inmadurez de los hombres, casi toda nuestra vida. Y ni el ser padres nos aleja
de ese karma irremediable, porque la ansiedad y la culpa son sensaciones
naturales en el ser humano, pero en el hombre adquiere brotes de tragedia,
cegándonos a veces ante la realidad, incluso ante las palabras o hechos que se tiene al frente. El personaje de Douglas tiene una hija entrañable, madura, que lo adora,
lo admira y lo sigue, a pesar de todo. Ese hecho, y el a pesar de todo, me dispararon directo al alma.
Las tardes han sido siempre para mí y mi hija. A veces
dentro, a veces fuera de casa, pero siempre juntos, riendo, caminando,
viviendo. Y ella va creciendo y yo me detengo en el tiempo, algo que las
personas no podemos evitar, esa obsesión que ha perseguido al género humano desde
tiempos ajenos, volver sobre los pasos andados para repetirlos o corregirlos,
detener el tiempo para sentirlo, experimentarlo, congelar las cosas buenas y
eliminar las otras. Por eso, la continuidad que representa el devenir de la
materia, esa prohibición de regresividad, es la mayor tortura de los humanos, y
más de los hombres, que solemos cometer errores por definición, tan
naturalmente como respirar. Así estamos hechos.
La idea de que el padre se sumerja en el pozo insondable de
la oscuridad, sea mental, sea físico, aterra a cualquier hijo. El personaje de Evan
Rachel Wood, Miranda, recorre el camino entre la decepción y la admiración a lo
largo de la historia. La relación con su padre es un poco de soledad, otro de
compañía, ambos se tienen únicamente, así fue desde la niñez y así se
mantuvo, sin socializar ni lograr más comunicación que la de los
sentimientos inherentes. Ver a su padre recluido mentalmente la puso a prueba,
pero el reto mayor fue comprenderlo, interactuar con él. Sin embargo, lo sigue,
lo cuida, lo quiere y lo respeta.
No solamente la forma de reír sino la voz de mi pequeña van
cambiando con el tiempo. Ya no es más la pequeña bebé que se encaramaba sobre
mí para jugar o hacernos cosquillas, se vuelve todo tan lejano, se evade de
pronto el presente y se vuelve pasado. Su mirada de ternura adquiere un tinte
de complicidad, de amistad, que relaja, que devuelve la paz al corazón en medio
de las desesperanzas de la vida, los fracasos y las decepciones. Esa pequeña se
vuelve otra cosa, pero me sigue, me cuida, me quiere y me respeta. Tiene por
ciertas las cosas que le digo y me regala confianza, a pesar de mí mismo y de
mis torpezas, de la frustración de hacer algo no propio, de ser un forastero en
medio de la vida.
Ahora quiero volver a esa esquina, pero me aterra la idea de
detenerme en el tiempo con la imagen de mi pequeña, mi loca favorita, corriendo tras
ella y su cometa, sumergiéndome en el pozo de mis recuerdos y de mis nostalgias. No
quiero ahogarme en la soledad. Lo único que quiero es estar con ella y ser
feliz.
Muy bueno Fer. Tienes grandes dotes de escritor. Además, me parece una buena forma de perennizar tus sentimientos en estos relatos que quedarán como una herencia invaluable para tu pequeña.
ResponderEliminarUn abrazo
Bladi