A menudo asistimos, entre espantados y conformistas, al bochornoso espectáculo que brindan autoridades y personas de la sociedad en general cuando deciden romper los moldes éticos. Y no hablamos de actos ubicados siquiera en el umbral de lo delictivo sino de situaciones que abiertamente son cuestionables y perseguibles aunque se respalden en la legalidad o el vacío legal.
Los dos temas más trascendentes en cuestiones de solidez ética siguen siendo, en los últimos años, la vorágine de tolerancia desde la sociedad de las conductas viciosas y corruptibles y, desde otro ángulo, la construcción de diques morales para refrenar el avance de lo antiético en las sociedades.
En el Perú fuimos testigos, hasta no hace mucho, de cómo la corrupción y lo antiético se enquistaba en las instituciones más altas del escalafón sociopolítico, algo que hemos compartido en la década pasada con muchos países del mundo. Y la gente de a pie prefirió cerrar los ojos ante las pruebas contundentes de la aberración moral más escalofriante a dejar de lado el valor real de las obras y logros conquistados por las mismas personas que flagrantemente deliquieron son más pudor que el de la buena presencia ante las cámaras.
Hasta la Iglesia se ha visto socabada por el maligno susurro de la corrupción, desde los escandolos sucesos que vincularon a jerarcas del clero con mafias y crimen organizado financieramente hasta los crímenes de carácter sexual que se han ido denunciando progresivamente en los últimos años, pasando por la dudosa causa de la muerte de un Sumo Pontífice.
Traducida en falta de confianza en los gobiernos, el mundo fue siendo testigo de cómo se tomaba conciencia de que la lucha contra la corrupción y las conductas antiéticas debe ser frontal. Por ello, los primeros esfuerzos se enfocaron en ellos. El déficit de confianza en los gobiernos durante la década de los noventa dio lugar a que en 1998 la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) realizara una serie de estudios al respecto. Como resultado de los mismos se publicó en 2000 la obra titulada Confianza en el gobierno. Medidas para fortalecer el marco ético en los países de la OCDE.
Sin embargo, los diversos mecanismos que intentan combatir los antivalores son normalmente instrumentos de control externo al individuo (leyes, reglamentos, códigos, sanciones) que dejan de lado lo esencial, es decir, todo lo que se refiere a la esfera interna del individuo, donde residen los pensamientos y las convicciones, y por ende, la asimilación de valores que conduce al autocontrol.
En los últimos años han salido a la luz pública escándalos de conductas antiéticas que han desacreditado tanto la imagen de los servidores públicos como la de las instituciones públicas generando que la ciudadanía pierda la confianza en sus autoridades. Surge entonces la pregunta ¿Por qué los administrados dejan de confiar en la Administración Pública? Sencillamente porque estos últimos son los responsables de solucionar las demandas ciudadanas y dar satisfacción a la pluralidad de intereses y no lo hacen. La Administración Pública tiene la responsabilidad de dirigir los asuntos públicos y resolverlos.
Y en esto nos encontramos con una triste verdad, el argumento utilizado por los delincuentes o los elusores legales es el mismo que se utiliza por las autoridades que se hallan en espacios antiéticos: todo es legal o se encuentra amparado por la conducta repetitiva de la sociedad. Es como pasarse la luz roja o manejar en estado de ebriedad, en el Perú el vicio conductual se vuelve regla; de ahí que aunque la norma sea fuertemente sancionatoria, nadie la cumple por lo tanto se efecto real es nulo.
Lo mismo ocurre en las instituciones estatales. Las personas que las dirigen terminan deslegitimándose y desligándose de la identidad que por antonomasia les alcanza al conducir los destinos y gerenciar una entidad estatal. Sus conductas reprochables éticamente los separan, los deslegitima, los convierte en entes cancerígenos que, lejos de ayudar, perjudican la imagen de la institución que dirigen.
Las conductas deshonestas o antiéticas aunque no configuren hechos de corrupción típicamente sancionable son moralmente reprochables y deslegitiman a quienes las practican en sus puestos de acción profesional al frente de un puesto en la Administración Pública.
Las nuevas tendencias de control buscan hacer recaer en los ciudadanos en general y los profesionales en particular la labor preventiva de las conductas antiéticas. Un sistema que fomente el autocontrol dirigido a la esfera interna de la persona, bien consolidado, logra que los representantes de cargos públicos, por elección u oposición, interioricen valores, expandan la conciencia, sean dueños de sí mismos, precisamente ejerciendo el autocontrol. Esa tendencia ha llevado a elaborar complejas y cuidadas políticas de reforzamiento interno en los colegios, ya que la formación ética de largo plazo y autocontrol interno del individuo es la mejor manera de combatir la corrupción. pero el esfuerzo es de todos y es lento.
Para meditarlo detenidamente...
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